Una sola palabra:
Fran Liberpit.
UNA SOLA PALABRA
-Lloraba como un
niño porque simplemente era un niño. –Asentía para no perderme.
Pero aquel niño,
desaliñado y triste, no encajaba en aquel entorno. Estaba de pie y miraba
absorto el cuadro de Enrique Simonet “Y tenía corazón”. Lloraba. Sus ojos no
desprendían lágrimas de dolor. Eran unas lágrimas quedas, aferradas a los ojos,
para no caer del lagrimar. Se veía perfectamente la obra reflejada en sus ojos.
-¿Qué verá el
niño que tanta emoción le despierta? –No paraba de preguntarme.
Su absoluta inmovilidad
empujó mi curiosidad a saber qué diantres veía aquel muchacho en aquél cuadro.
-¿Te has
perdido? ¿Cómo te llamas? –Le pregunté para romper el hielo.
El silencio
permaneció incólume en la sala del museo.
-¿Te da miedo?
–Volví a insistirle.
Ni voz, ni alma,
salvo su gélida expresión, que no desviaba su mirada de aquel óleo.
Sus diminutos puños
empezaron a cerrarse, como de rabia, al igual que su mandíbula y los brazos,
que temblaban sin control.
Algo le pasaba a
aquel chico.
-¿Puedo
ayudarte? –Le pregunté preocupado y un poco nervioso, sin saber qué hacer.
De pronto, dio
un paso hacia delante, lentamente, y acercándose al cuadro, hacia la mujer tendida,
le dijo en voz baja:
-¡Mamá! –Pero era
tal el silencio, que resonó en la sala como si estuviéramos en un túnel. Esa fue
la primera, y la última palabra que escuché del muchacho.
Una muchedumbre
irrumpió en la sala como un alud, y cuando quise dar cuenta, el niño
desapareció absorbido por ella.
Por más que busqué
y rebusqué, exprimiendo las salas como si hubiera perdido a mi hijo, no logré
verle de nuevo.
Nadie sabía nada
del niño y nadie le había visto.
-¿Dónde se habrá
metido? ¿Qué hará aquí un niño solo como ese? –empecé a preguntarme.
Inconclusas
preguntas a las que jamás encontraría respuestas.
Y mirando el
lienzo, con desespero pero sin rendición, intenté averiguar algo más.
-¿Qué habrá
querido decir con “Mamá”? No puede ser su madre -Pensé.
-¿Se parecerá su
madre a la difunta del cuadro? ¿Habría algo en aquella mujer que le recordaba a
su madre: su pelo hirsuto, su silueta bien definida, sus pechos…? ¿Murió de
forma violenta? ¿Sería el padre un maltratador como pudiera parecerle el doctor
que sostiene el corazón de la mujer, o por el contrario fue él el que le salvó
la vida al trasplantárselo? ¿Sus puños cerrados, por qué? ¿Eran por
resentimiento, o de tristeza por perder cuanto amaba? –De nuevo, me salían las
preguntas en barrena.
Me detuve
mirando al hombre del cuadro, el forense, con el corazón aún vivo asido a su
mano izquierda, y con la mirada tranquila y perpetua, alumbrado por el
contraste de sombras. -Parece más preocupado por el órgano que por la persona
que yace a su lado –pensé. Así que, el hombre y la mujer no podían tener un
vínculo de afección.
-¿Por qué no
mencionó el niño a aquel hombre? Simplemente, porque no era protagonista de su
vida -sentencié.
La madre pudo
ser toxicómana, o dada a las artes de la lujuria, pero entonces, ¿por qué se
emocionó de aquella manera? No, no puede ser: el vínculo con la madre era
fuerte y hedonista. ¿Pero y si las lágrimas eran por la tranquilidad de verla
muerta?
Esos raciocinios
antagónicos, no fueron más que el principio de mi fantasía.
Pese a conocerme
el museo como la palma de mi mano, me sentí ignorante de todo lo que me
rodeaba. Como un niño.
Volví a visitar
el museo, por si me encontraba de nuevo a aquel muchacho, pero lo único que
logré encontrar, fue el gran cuadro “Y tenía corazón”, que ya nunca volví a ver
como antes.
Aquel niño
misterioso, me enseñó a ver, con una sola palabra.
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