UN TIGRE EN MI HABITACION
Aquella
mañana Madrid amaneció, como tantas mañanas de octubre, mojada. La ciudad
despertaba lentamente, las vías de circunvalación y las carreteras de acceso se
llenaban de vehículos conducidos por soñolientos trabajadores que cada día
repetían el mismo itinerario, escuchando en sus aparatos de radio las mismas
noticias, las mismas cuñas publicitarias, hastiados de moverse en procesión,
dentro de sus vehículos, para acudir a un trabajo odiado, maldiciendo a los
taxistas, a los camiones de reparto y a los autobuses escolares.
Andrés
oyó el portazo que Gloria, su mujer, daba cada mañana cuando se iba. Se
levantó, fue descalzo hasta el cuarto de
baño y se metió en la ducha. Enseguida comenzó a sentir el agua caliente
cayendo sobre su cabeza, a pocos centímetros, mientras terminaba de despertar.
No podía dejar de pensar en algo que había soñado y que, como casi siempre, no
recordaba. Tenía la sensación de que estaba relacionado con el relato de García
Márquez que había leído la noche anterior: "Monólogo de Isabel viendo
llover en Macondo", relacionado con la sensación de estar perdido dentro
de las veinticuatro horas de un día, dentro de las infinitas horas de una vida,
la propia vida.
Se
afeitó y terminó de arreglarse de forma automática. Entró en la habitación de
Jaime y subió lentamente la persiana. Vio a su hijo, de tres años, dormido, con
esa cara de inocencia que tienen los niños pequeños cuando están dormidos y que
tanto nos conmueve, y le contempló durante un instante, el tiempo necesario para
que el niño sintiese, como cada día, la presencia de su padre en la habitación,
su habitación llena de sus juguetes, donde el niño mandaba, su parcela privada
en la que se repartían sus cosas, como una vivienda propia aislada del resto de
la casa.
— Buenos días hijo, ¿cómo has dormido?
— ¿Dónde está el tigre? —dijo el niño.
— ¿Qué tigre?
El que estaba aquí —contestó.
Entonces Andrés recordó que Jaime había tenido
pesadillas esa noche. Había soñado con un tigre que se metía en su camita y,
como no sabía aún lo que era soñar, creía que el animal era real.
Aquí no hay ningún tigre —dijo Andrés—. Los tigres
sólo están en la selva y en las películas, no en casa. Además, los tigres son
buenos —y comenzó a vestirle.
Cuando era niño Andrés vivía con sus padres en un
pueblo cercano a Madrid. Aunque no tenía hermanos el contacto con la
naturaleza, el campo y los animales, le hacían ser feliz. Hablaba con los
perros y los caballos, se entendía con las flores y las mariposas y soñaba con
ser mayor para tener un zoológico propio con todo tipo de animales salvajes con
los que discutiría sus puntos de vista y de animales domésticos y peces a los
que contaría sus problemas. Era un niño muy inteligente y además tenía una gran
capacidad sensorial: todo lo sentía, todo lo notaba. Si mamá había discutido
con papá él lo sabía de inmediato. Si Rulo, su perro, estaba enfermo él lo veía
claro antes que el propio animal. Dormía solo en una habitación grande de la
casa de pueblo de sus padres. Dos amplias ventanas orientadas al Este permitían
cada mañana el paso de los rayos del sol que entraban en su cama para
despertarle; él se metía bajo las sábanas y atrapaba allí algunos haces de luz
que se iban apagando después, poco a poco, hasta dejarle a oscuras bajo la
ropa.
El
día que cumplió siete años Andrés se levantó más temprano que de costumbre. Ese
día el sol no entró en su habitación como otras veces, se quedó junto a las
ventanas observando el prodigio que se producía en el interior de la
habitación: junto a la cama, perfectamente instalado, se encontraba un gran
circo de dos pistas con sus fieras, sus trapecistas y sus payasos. Los caballos
y los perros amaestrados se repartían por toda la habitación. El hombre bala
ensayaba su salto de un lado a otro del dormitorio, pasando por encima de la
pequeña cama. Los leones caminaban nerviosos en círculos mientras el domador
hacía restallar el látigo y los payasos se tiraban tartas de nata mientras en
el trapecio un joven ruso ejecutaba un triple salto mortal sin red. Disfrutó
así de unos minutos de circo, del circo con el que había soñado esa noche.
Luego sencillamente desapareció. Al día siguiente despertó junto a un bello
caballo alazán. Lo montó durante unos minutos y cuando volvió de la cocina con
un terrón de azúcar el animal ya se había ido. Y así una noche tras otra
durante tres años completos. Soñaba con todo tipo de animales y los tenía al
despertar, sólo unos minutos, hasta que se asentaba completamente en la vigilia
de un día nuevo, sólo durante el breve espacio de tiempo en que se mantenía a
caballo entre sus sueños y la lucidez completa del nuevo día. Soñaba con
dinosaurios fabulosos, automóviles de competición, mecanos gigantes con los que
no tenía apenas tiempo de jugar, barcos de ruedas del Mississippi y máquinas de
vapor del oeste americano. Soñaba con personajes de cuentos a los que
entrevistaba al despertar para conocer sus secretos y ellos apenas respondían a
dos o tres preguntas antes de desaparecer para volver a los sueños de otros
niños. Así vivió y soñó Andrés hasta que cumplió diez años. Ese día despertó en
la habitación vacía de sueños y se dio cuenta de que no había soñado nada.
Tampoco soñó la siguiente noche, ni la siguiente, ni la otra... El sol volvía a
entrar cada mañana a través de las ventanas para meterse bajo sus sábanas.
Andrés lo intentó todo: dormía cabeza abajo para que los sueños le bajaran,
dormía esforzándose en soñar, doliéndole la cabeza y los oídos de querer soñar.
Pero fue inútil, nunca volvieron a aparecer los sueños, nunca hasta que nació su
hijo Jaime, ya instalado con su mujer en la ciudad. Entonces los sueños
volvieron sin pedirlo, pero eran sueños vulgares, como los de cualquier hombre,
sueños que a veces recordaba y a veces no, sueños fugaces en blanco y negro, no
en color como cuando era niño, y que no se materializaban al despertar.
— ¿Ves cómo sí había un tigre? —dijo el niño.
— Sí, hijo —contestó Andrés con alegría—, es que hoy
cumples tres años. Pero no te preocupes, es un tigre bueno y se irá cuando
termine de vestirte — y pensó que los niños son cada día más precoces.
Sonia Rive
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