martes, 3 de abril de 2018

LITERATURA: Un Tigre en mi Habitación; Sonia Rive.

REVISTA Nº 1: abril 2018
 
 
 
 
UN TIGRE EN MI HABITACION 
 
            Aquella mañana Madrid amaneció, como tantas mañanas de octubre, mojada. La ciudad despertaba lentamente, las vías de circunvalación y las carreteras de acceso se llenaban de vehículos conducidos por soñolientos trabajadores que cada día repetían el mismo itinerario, escuchando en sus aparatos de radio las mismas noticias, las mismas cuñas publicitarias, hastiados de moverse en procesión, dentro de sus vehículos, para acudir a un trabajo odiado, maldiciendo a los taxistas, a los camiones de reparto y a los autobuses escolares.           
             La ciudad se llenaba de ruidos y olores, como cada mañana de octubre, como cada mañana de cualquier mes del año, ruido de motores y de gente, olores de humos y desayunos, olores a café y aceite, olores a pan y bollos de las tahonas, que suben por los edificios y llegan hasta los que aún están en casa, preparándose para acudir al trabajo o para llevar a los niños al colegio, acostados todavía quizás, escuchando la radio antes de decidirse a tomar una ducha y ponerse en marcha un día más.
            Andrés oyó el portazo que Gloria, su mujer, daba cada mañana cuando se iba. Se levantó,  fue descalzo hasta el cuarto de baño y se metió en la ducha. Enseguida comenzó a sentir el agua caliente cayendo sobre su cabeza, a pocos centímetros, mientras terminaba de despertar. No podía dejar de pensar en algo que había soñado y que, como casi siempre, no recordaba. Tenía la sensación de que estaba relacionado con el relato de García Márquez que había leído la noche anterior: "Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo", relacionado con la sensación de estar perdido dentro de las veinticuatro horas de un día, dentro de las infinitas horas de una vida, la propia vida.
            Se afeitó y terminó de arreglarse de forma automática. Entró en la habitación de Jaime y subió lentamente la persiana. Vio a su hijo, de tres años, dormido, con esa cara de inocencia que tienen los niños pequeños cuando están dormidos y que tanto nos conmueve, y le contempló durante un instante, el tiempo necesario para que el niño sintiese, como cada día, la presencia de su padre en la habitación, su habitación llena de sus juguetes, donde el niño mandaba, su parcela privada en la que se repartían sus cosas, como una vivienda propia aislada del resto de la casa.
­— Buenos días hijo, ¿cómo has dormido?
— ¿Dónde está el tigre? —dijo el niño.
— ¿Qué tigre?
 
El que estaba aquí —contestó.
 
Entonces Andrés recordó que Jaime había tenido pesadillas esa noche. Había soñado con un tigre que se metía en su camita y, como no sabía aún lo que era soñar, creía que el animal era real.
Aquí no hay ningún tigre —dijo Andrés—. Los tigres sólo están en la selva y en las películas, no en casa. Además, los tigres son buenos —y comenzó a vestirle.
Cuando era niño Andrés vivía con sus padres en un pueblo cercano a Madrid. Aunque no tenía hermanos el contacto con la naturaleza, el campo y los animales, le hacían ser feliz. Hablaba con los perros y los caballos, se entendía con las flores y las mariposas y soñaba con ser mayor para tener un zoológico propio con todo tipo de animales salvajes con los que discutiría sus puntos de vista y de animales domésticos y peces a los que contaría sus problemas. Era un niño muy inteligente y además tenía una gran capacidad sensorial: todo lo sentía, todo lo notaba. Si mamá había discutido con papá él lo sabía de inmediato. Si Rulo, su perro, estaba enfermo él lo veía claro antes que el propio animal. Dormía solo en una habitación grande de la casa de pueblo de sus padres. Dos amplias ventanas orientadas al Este permitían cada mañana el paso de los rayos del sol que entraban en su cama para despertarle; él se metía bajo las sábanas y atrapaba allí algunos haces de luz que se iban apagando después, poco a poco, hasta dejarle a oscuras bajo la ropa.
 
 
El día que cumplió siete años Andrés se levantó más temprano que de costumbre. Ese día el sol no entró en su habitación como otras veces, se quedó junto a las ventanas observando el prodigio que se producía en el interior de la habitación: junto a la cama, perfectamente instalado, se encontraba un gran circo de dos pistas con sus fieras, sus trapecistas y sus payasos. Los caballos y los perros amaestrados se repartían por toda la habitación. El hombre bala ensayaba su salto de un lado a otro del dormitorio, pasando por encima de la pequeña cama. Los leones caminaban nerviosos en círculos mientras el domador hacía restallar el látigo y los payasos se tiraban tartas de nata mientras en el trapecio un joven ruso ejecutaba un triple salto mortal sin red. Disfrutó así de unos minutos de circo, del circo con el que había soñado esa noche. Luego sencillamente desapareció. Al día siguiente despertó junto a un bello caballo alazán. Lo montó durante unos minutos y cuando volvió de la cocina con un terrón de azúcar el animal ya se había ido. Y así una noche tras otra durante tres años completos. Soñaba con todo tipo de animales y los tenía al despertar, sólo unos minutos, hasta que se asentaba completamente en la vigilia de un día nuevo, sólo durante el breve espacio de tiempo en que se mantenía a caballo entre sus sueños y la lucidez completa del nuevo día. Soñaba con dinosaurios fabulosos, automóviles de competición, mecanos gigantes con los que no tenía apenas tiempo de jugar, barcos de ruedas del Mississippi y máquinas de vapor del oeste americano. Soñaba con personajes de cuentos a los que entrevistaba al despertar para conocer sus secretos y ellos apenas respondían a dos o tres preguntas antes de desaparecer para volver a los sueños de otros niños. Así vivió y soñó Andrés hasta que cumplió diez años. Ese día despertó en la habitación vacía de sueños y se dio cuenta de que no había soñado nada. Tampoco soñó la siguiente noche, ni la siguiente, ni la otra... El sol volvía a entrar cada mañana a través de las ventanas para meterse bajo sus sábanas. Andrés lo intentó todo: dormía cabeza abajo para que los sueños le bajaran, dormía esforzándose en soñar, doliéndole la cabeza y los oídos de querer soñar. Pero fue inútil, nunca volvieron a aparecer los sueños, nunca hasta que nació su hijo Jaime, ya instalado con su mujer en la ciudad. Entonces los sueños volvieron sin pedirlo, pero eran sueños vulgares, como los de cualquier hombre, sueños que a veces recordaba y a veces no, sueños fugaces en blanco y negro, no en color como cuando era niño, y que no se materializaban al despertar.
 
 
             Había terminado por  olvidar aquellos tres años de sueños prodigiosos y materiales acomodándose a una vida vulgar como las de los demás. No los recordó hasta ese momento, hasta ese día de octubre en que vestía a Jaime para llevarlo al colegio, el día del tercer cumpleaños del niño, el día en que su hijo soñó con el tigre. Miró sonriendo a Jaime y entonces sintió el fuerte olor de animal carnicero, el olor de mil hombres concentrado, y notó junto a sí el aliento fétido del tigre.
— ¿Ves cómo sí había un tigre? —dijo el niño.
— Sí, hijo —contestó Andrés con alegría—, es que hoy cumples tres años. Pero no te preocupes, es un tigre bueno y se irá cuando termine de vestirte — y pensó que los niños son cada día más precoces.
 
Sonia Rive

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