REVISTA Nº 1: abril 2018
MUSICA: EXPLORANDO REALIDADES
Paco Aguilar
La
música es un alma inaugurando una forma
(Carlos
Fregtman)
Desde tiempos inmemoriales, la música ha
formado parte de nuestra vida. Randy Weston, gran pianista americano, decía que
el tambor fue el primer instrumento del que el hombre tuvo conocimiento, pues
nos recuerda al latido del corazón. Luego vinieron las voces en la noche
durmiendo a los hijos, las cañas sopladas por el caprichoso viento, el río
murmurando a lo lejos, los pájaros despertando a la mañana, los pasos de
hombres y animales por el terreno pedregoso, el crepitar del fuego.
En todas las culturas antiguas se usó la
música para pedir a los dioses, para agradecer las cosechas, para llamar a la
lluvia, para celebrar el amor y la vida, para despedir a los muertos...

Si algo tiene en común la música con otras
grandes artes como la pintura, la poesía o el teatro es su poder de
transportarnos a otras realidades, a veces incluso sin que exista tal
intención. No hay más que ponerse a escuchar atentamente, sin prisas, sin hacer
otra cosa que dejar que la música nos penetre, para poder percibir esas
realidades.
Te invito a escuchar esta música como el que
invita a un desconocido a su casa y le ofrece un té para ir conociéndole, sin
prisas, sin expectativas, con el corazón abierto.
Gismonti: Me
encontraba en la India, dando una serie de conciertos, y tuve deseos de comprar
un buen sitar. Mi amigo Chaurasia, un excelente músico con el que habíamos
filmado un documental para la televisión francesa, me presentó a uno de los
luthiers más prestigiosos de la India. Yo simplemente esperaba comprar un buen
instrumento, mas... terminaría recibiendo algo mucho mayor. La primera mañana,
Chaurasia me acompañó. Entramos juntos al sitio en donde estaban expuestos los
instrumentos. Eran verdaderas obras de arte. Miré los sitares, experimenté un
poco los sonidos y decidí escoger uno de ellos.
Quiero aquel que está allí -le manifesté al
luthier que los vendía, señalando con la mano hacia un estante en donde estaba
el sitar que suponía apropiado para mí.
¿Aquél? -dijo el luthier-. Entonces, siéntate,
que prepararé un té.
Bebimos té, conversamos, pero de ningún
tema referido al sitar. Luego de algunas horas, se despidió cortésmente.
Debo continuar con mi trabajo -se excusó-.
Te espero mañana.
Me retiré un poco perplejo, pensando que
este hombre no era muy buen vendedor. Además, no estaba seguro de volver, pues
a pesar de que la charla había sido muy agradable, mi intención era comprar un
sitar y no disponía de mucho tiempo.
Volví a la mañana siguiente. Para mi
sorpresa, el día transcurrió de una forma muy similar; tomamos té, hablamos, y
nuevamente me sugirió que volviera a visitarlo al día siguiente. Al finalizar
nuestro tercer encuentro, me manifestó sus deseos de escucharme tocar. Si era
muy trabajoso transportar los instrumentos hasta allí, él personalmente se
trasladaría al hotel donde me alojaba. Al día siguiente, vino a escucharme.
Toqué varias horas para él.
Por favor, toca aquella guitarra -me
sugería, y escuchaba treinta o cuarenta minutos sin interrumpirme.
Ahora ésta -decía sonriendo.
Vuelve mañana -concluyó finalmente-.
Hablaremos del sitar. Y se fue humildemente, saludando con cortesía y
agradeciendo el que yo hubiera tocado para él.
Fui a su casa a la mañana siguiente. Abrió
una puerta que hasta ese momento siempre había permanecido cerrada, entró y
salió con un sitar en sus manos.
El instrumento que vas a tener es éste
-dijo, mientras me entregaba con cariño un fantástico sitar.
Ese otro instrumento que tú querías el
primer día no era un verdadero instrumento -continuó-. A pesar de estar
construido de la misma forma, sólo posee la apariencia de un sitar; lo construí
para exposición, suena perfectamente, sólo que no es un instrumento.
Me pidió que lo tocara, pero me excusé
diciéndole que no sabía tocar sitar.
Yo oí tus instrumentos en el hotel y
también tienen cuerdas -contestó-. Trata de hacer música con él. Es tu
instrumento.
Modifiqué un poco la afinación, hasta
encontrar una escala que parecía razonable para mis conocimientos armónicos, y
comencé a experimentar. El reía al escuchar mis primeras melodías.
Tú deberías tener también un dilroba -dijo.
Es un instrumento que se toca con arco, pero tiene mucho que ver con tu forma
de tocar.
Trajo para mí un precioso dilroba.
Precisarás una caja para llevar el sitar en
el avión -dice trayendo una caja de papel grueso, bastante frágil-. Es la única
que tenemos por aquí -confiesa-. Cuando viajamos, sólo tenemos estas cajas para
transportarlo. Aquellos que tienen alguna ropa que les sobre, deben envolver el
sitar para protegerlo de posibles golpes.
Me entregó la caja.
Vas a necesitar también cuerdas, pues en
Brasil no encontrarás las adecuadas para tu instrumento -y trajo cuerdas como
para diez años.
Gracias por todo -expresé emocionado-. Me
gustaría saber cuánto cuesta este sitar.
No respondió.
¿Qué precio tiene todo esto?
Parecía que no escuchaba.
¿Cuánto es que lo que tengo que pagar?
-tenté nuevamente, afinando la pregunta.
Son cuarenta dólares -respondió-. Tienes
que darme cuarenta dólares.
Inmediatamente pensé que habría hecho mal
la conversión a dólares. No podía ser sólo cuarenta; tal vez cuatrocientos. Me
seguía pareciendo demasiado barato. Cuatro mil, ya era más razonable, por un
instrumento de esa categoría.
Observando mi perplejidad, comenzó a reir.
Me podría repetir... -dije confundido.
Cuarenta dólares -dijo serenamente-. Es
todo lo que preciso para sustentarme quince días para construir otro sitar.
¿Y el estuche? ¿Las cuerdas¿ ¿Su trabajo?
Tú no puedes llevar ese sitar sin estuche
-respondió-. Tampoco puedes tocar sin cuerdas.
Me sentía avergonzado, recordando mi modo
de entrar a esta casa. “Quiero aquel que está allí”. Este hombre me entregaba
una obra de arte, un increíble instrumento construido con todo su amor y
conocimiento, sólo a cambio de que lo convirtiera en música.
Éste es un sitar construido especialmente
para ti -dijo con afecto-. Llévalo contigo. Es tu instrumento. Es tu música.
Quise hablar, agradecerle, disculparme,
pero con un ademán, me pidió silencio. Dejé de mirarlo para “verlo” por primera
vez. (…) Me inundó una sensación de plenitud, de profundo amor. (…)
Permanecimos unos minutos en silencio.
Luego nos abrazamos y reímos hasta las lágrimas.
Le pagué cuarenta dólares.
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