martes, 15 de mayo de 2018

VIAJES: Imágenes de Marrakech; Paco Aguilar.

REVISTA Nº 2: mayo 2018

Imágenes de Marrakech:
Paco Aguilar

Hace nueve años hice un viaje a Marrakech. El viaje fue un regalo de cumpleaños para V. Por esas cosas de la vida, rompí la relación unos días antes de tomar el avión, y decidí viajar solo. Esta es la crónica de aquel viaje, en el que por alguna corazonada decidí dejar en casa la cámara de fotos. 
Ahora entiendo por qué hace dos días, al salir de Málaga rumbo a Marrakech, decidí no llevarme conmigo la cámara de fotos. El primer pensamiento fue que así podía moverme más ligero por sus calles, sin la incomodidad de la réflex tirándome del cuello al caminar.
Realmente no quería ser un guiri más en la ciudad, inmortalizando imágenes singulares: la trágica belleza de la miseria; sus mujeres, con o sin burka; las infinitas arrugas de los ancianos de mirada ausente; sus coloridos y caóticos mercados; el bullicio de sus calles; la suciedad de muchos de sus rincones; la artesanía... 
Marrakech es una enorme ciudad de tremendos contrastes y es fácil sacarle partido a una buena cámara con la que capturar algunos instantes de su vida bulliciosa o de sus acogedores ryads. Pero eso no es lo que yo quería hacer en Marrakech, aunque no lo supe hasta llegar aquí. Más bien dejé que Marrakech me viajara, dejé que sus calles y sus gentes vinieran a mí. Dejé que Pepa me instalara en su ryad y me propusiera un guía, Ismael, quien me condujo por los rincones de Marrakech más transitados por turistas.
Luego le pedí que me enseñara esos otros sitios reservados a los marrachíes. Me dejé llevar por sus calles con pocos dirhams en los bolsillos y sin intención de comprar, aún menos de hacer fotos impactantes para mostrar a los amigos. Quise fotografiar con el alma las gentes y circunstancias que vinieron a mí, sin más intención que mostrar lo que sentí en estos tres días de inmersión en Marrakech. 

PLAZA DJAM EL FNA. Restaurantes ambulantes.
Comiendo en uno de los restaurantes ambulantes de la plaza me convierto en otro guiri más de los
cientos que a esa hora deambulamos o comemos por la plaza. Menú rápido para guiris: un escaso tallín de verdura, una tapa de cordero guisado, unas aceitunas marroquíes y un par de salsas para mojar pan. 100 dirhams, 9.10 euros. Intento parar el piloto automático que me lleva inmediatamente a comparar precios y lugares. La imagen muestra una tabla larga apoyada sobre caballetes y cubierta por un plástico, con un par de bancos a los lados a modo de asiento colectivo. En la mesa estábamos dos parejas de españoles, Ismael y yo. Apenas cruzo un par de frases con los otros españoles.

Los platos son ridículos (en cuanto a cantidad) e insípidos. De la higiene mejor ni hablar. No hay servilletas, ni manteles. A la mesa no le pasan ni un trapo, y viendo el trapo mejor que no lo hagan. Te sirven el pan con las manos. En fin, mejor dejarse los escrúpulos en casa. 
 
PLAZA JAAMA EL FNA. Encantador de serpientes.
En otro rincón de la plaza, un encantador de serpientes charla con otro árabe mientras, a su lado, una cobra erguida en actitud amenazante permanece inmóvil durante minutos. La observo con curiosidad, la rodeo a la distancia que me permite mi prudencia y la cobra no se mueve un milímetro. Parece, como su encantador, esperar el momento propicio. Él para pedir unos dirhams, ella para morder. 
PLAZA JAAMA EL FNA. Músicos Gnawa.
No muy lejos de allí, un grupo de músicos gnawa toca los tambores, el guimbri y las qraqebs. El ritmo ternario aparentemente irregular de los tambores tira de mí, me atrae como un imán a un trozo de hierro. Los qraqebs, una especie de castañuelas de metal, marcan un ritmo imposible de plasmar en un pentagrama.  Ante esta imagen, sólo cabe cerrar los ojos y sentir esta. 


PLAZA DJAM EL FNA. Los puestos de naranjas.
Siguiendo la plaza, llego a los carromatos de las naranjas. Son carrozas que parecen diseñadas hace
un siglo, que se utilizan aún, tirados por caballos, para llevar a los turistas de paseo por la ciudad. El colorido de los puestos de naranjas contrasta con un atardecer sombrío en un día en el que el sol apenas ha asomado entre las nubes. Parece una foto de colores invertidos: en lugar de un paisaje gris con atardecer naranja entre nubes hay un paisaje naranja frente a una puesta de sol gris, apagada. Anochece sin más ceremonia, como si alguien redujera la intensidad lumínica del sol de forma gradual. La plaza destaca aún más en la semioscuridad del atardecer, como si el resto de la medina fuese tragado por un abismo sin luz. 

CALLE BULLICIOSA.

No voy a ningún sitio, dejo que me lleve la calle. No miro nada concreto, voy atento a todo. Los marroquíes van generalmente a toda prisa, sorteándose unos a otros. Parece increíble que no choquen entre ellos. A veces, de entre un grupo de marrachíes que circulan rapidísimo, sale un ciclomotor esquivándolos y se dirige hacia un carro tirado por un burro que viene en dirección contraria. Delante del ciclomotor va un coche que se pega a la pared. Los peatones, en una fracción de segundo, desaparecen de la calle. De repente, el ciclomotor adelanta al coche y parece que va a chocar con el burro, pero en el último segundo el coche se para y deja espacio para que pase el ciclomotor. Éste le pita a un peatón para que se aparte y al esquivarlo aparece de frente otra moto, con la que está a punto de chocar. Ambos desvían la trayectoria en el último momento y uno de ellos casi se mete dentro de una caja de sandías de un puesto de frutas. En medio de varios ciclomotores y bicicletas que se esquivan mutuamente aparece un peatón que cruza en perpendicular y milagrosamente no lo atropellan. Y esto no es un momento particularmente intenso, es así a cada instante. Apenas hay pasos para peatones, y donde los hay no existe ninguna seguridad de que los vehículos se detengan. Aún así, apenas hay accidentes. 
 
GUIRIS PINTANDO EN UNA CALLE.

Me dejo llevar por una de las calles de la medina, contagiado por el bullicio y las prisas de los marrachíes, y al doblar una esquina topo de frente con un grupo de turistas, sentados en el suelo, pintando sobre un lienzo un rincón típico de Marrakech. No recuerdo con qué material pintaban, posiblemente con lápices y pastel, pues no utilizaban caballetes. Sí recuerdo que en estos dos días no he visto a nadie pintar en la calle en una ciudad muy frecuentada por bohemios y artistas. De repente me los encuentro a todos juntos, pintando el mismo rincón de la medina, apretujados en una esquina de mucho tránsito, evitando ser arrollados por los viandantes, bicis, motos, carretas y coches que a esa hora inundan las estrechas calles de la medina. Curiosamente ellos, que se afanan en pintar un rincón pintoresco de Marrakech, son lo genuinamente pintoresco del momento, y los marrachíes de paso se detienen unos segundos para ver qué pintan esos guiris de piel rosada, que de cuando en cuando se untan crema solar para no quemarse. 
NIÑOS JUGANDO.
Cansado del bullicio de la calle por donde voy, giro a la izquierda y me interno en una calle casi vacía, a excepción de un par de guiris que comen un bocadillo alejados del tránsito, y dos niños que juegan al fnal de la calle. Me dirijo hacia allí. Un niño de unos cuatro años, subido en una pequeña bicicleta de plástico de ruedas amarillas y verdes es empujado por una niña algo mayor que él. Gritan y ríen despreocupadamente. Sus rasgos árabes son suaves, su piel rojiza, su mirada limpia e inocente, sin miedo, con la frescura de quien vive en contacto con la calle, con la vida. Su padre, algo retirado, baja la mirada al verme llegar y evita cualquier contacto. Busco la mirada de los niños y al pasar junto a ellos nos miramos en silencio.

 




Después de volver a Málaga y releer lo escrito,me doy cuenta de que las imágenes,

además de mostrar lo que sentí,
muestran también lo que cambió en mí

durante esos días en Marrakech.
Y quiero agradecer:
a Ismael su cariño y su delicioso tajine,

a Pepa su sinceridad y su cuadro de Frida Kahlo,

y a V., porque sin su ausencia este viaje
no hubiese sido el mismo.

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