Imágenes de Marrakech:
Paco Aguilar
Hace nueve años hice un viaje a
Marrakech. El viaje fue un regalo de cumpleaños para V. Por esas cosas de la vida, rompí la
relación unos días antes de tomar el avión, y decidí viajar solo. Esta es la crónica de aquel viaje, en el que
por alguna corazonada decidí dejar en casa la cámara de fotos.
Ahora entiendo por qué hace dos
días, al salir de Málaga rumbo a Marrakech, decidí no llevarme conmigo la
cámara de fotos. El primer pensamiento fue que así podía moverme más ligero por
sus calles, sin la incomodidad de la réflex tirándome del cuello al caminar.
Realmente no quería ser un guiri
más en la ciudad, inmortalizando imágenes singulares: la trágica belleza de la
miseria; sus mujeres, con o sin burka; las infinitas arrugas de los ancianos de
mirada ausente; sus coloridos y caóticos mercados; el bullicio de sus calles; la
suciedad de muchos de sus rincones; la artesanía...
Marrakech es una enorme ciudad de
tremendos contrastes y es fácil sacarle partido a una buena cámara con la que
capturar algunos instantes de su vida bulliciosa o de sus acogedores ryads.
Pero eso no es lo que yo quería hacer en Marrakech, aunque no lo supe hasta
llegar aquí. Más bien dejé que Marrakech me viajara, dejé que sus calles y sus
gentes vinieran a mí. Dejé que Pepa me instalara en su ryad y me propusiera un
guía, Ismael, quien me condujo por los rincones de Marrakech más transitados
por turistas.
Luego le pedí que me enseñara
esos otros sitios reservados a los marrachíes. Me dejé llevar por sus calles
con pocos dirhams en los bolsillos y sin intención de comprar, aún menos de
hacer fotos impactantes para mostrar a los amigos. Quise fotografiar con el alma
las gentes y circunstancias que vinieron a mí, sin más intención que mostrar lo
que sentí en estos tres días de inmersión en Marrakech.
PLAZA DJAM EL FNA. Restaurantes ambulantes.
cientos que a esa hora deambulamos o comemos por la plaza. Menú rápido para
guiris: un escaso tallín de verdura, una tapa de cordero guisado, unas
aceitunas marroquíes y un par de salsas para mojar pan. 100 dirhams, 9.10
euros. Intento parar el piloto automático que me lleva inmediatamente a
comparar precios y lugares. La imagen muestra una tabla larga apoyada sobre
caballetes y cubierta por un plástico, con un par de bancos a los lados a modo
de asiento colectivo. En la mesa estábamos dos parejas de españoles, Ismael y
yo. Apenas cruzo un par de frases con los otros españoles.
Los platos son ridículos (en
cuanto a cantidad) e insípidos. De la higiene mejor ni hablar. No hay
servilletas, ni manteles. A la mesa no le pasan ni un trapo, y viendo el trapo
mejor que no lo hagan. Te sirven el pan con las manos. En fin, mejor dejarse
los escrúpulos en casa.
PLAZA JAAMA EL FNA. Encantador de serpientes.
En otro rincón de la plaza, un
encantador de serpientes charla con otro árabe mientras, a su lado, una cobra
erguida en actitud amenazante permanece inmóvil durante minutos. La observo con
curiosidad, la rodeo a la distancia que me permite mi prudencia y la cobra no
se mueve un milímetro. Parece, como su encantador, esperar el momento propicio.
Él para pedir unos dirhams, ella para morder.
PLAZA JAAMA EL FNA. Músicos Gnawa.
No muy lejos de allí, un grupo de
músicos gnawa toca los tambores, el guimbri y las qraqebs. El ritmo ternario
aparentemente irregular de los tambores tira de mí, me atrae como un imán a un
trozo de hierro. Los qraqebs, una especie de castañuelas de metal, marcan un
ritmo imposible de plasmar en un pentagrama.
Ante esta imagen, sólo cabe cerrar los ojos y sentir esta.
PLAZA DJAM EL FNA. Los puestos de naranjas.
Siguiendo la plaza, llego a los
carromatos de las naranjas. Son carrozas que parecen diseñadas hace
un siglo,
que se utilizan aún, tirados por caballos, para llevar a los turistas de paseo
por la ciudad. El colorido de los puestos de naranjas contrasta con un
atardecer sombrío en un día en el que el sol apenas ha asomado entre las nubes.
Parece una foto de colores invertidos: en lugar de un paisaje gris con
atardecer naranja entre nubes hay un paisaje naranja frente a una puesta de sol gris, apagada. Anochece sin
más ceremonia, como si alguien redujera la intensidad lumínica del sol de forma
gradual. La plaza destaca aún más en la semioscuridad del atardecer, como si el
resto de la medina fuese tragado por un abismo sin luz.
CALLE BULLICIOSA.
No voy a ningún sitio, dejo que
me lleve la calle. No miro nada concreto, voy atento a todo. Los marroquíes van
generalmente a toda prisa, sorteándose unos a otros. Parece increíble que no
choquen entre ellos. A veces, de entre un grupo de marrachíes que circulan
rapidísimo, sale un ciclomotor esquivándolos y se dirige hacia un carro tirado
por un burro que viene en dirección contraria. Delante del ciclomotor va un
coche que se pega a la pared. Los peatones, en una fracción de segundo,
desaparecen de la calle. De repente, el ciclomotor adelanta al coche y parece que va a chocar con el
burro, pero en el último segundo el coche se para y deja espacio para que pase
el ciclomotor. Éste le pita a un peatón para que se aparte y al esquivarlo
aparece de frente otra moto, con la que está a punto de chocar. Ambos desvían
la trayectoria en el último momento y uno de ellos casi se mete dentro de una
caja de sandías de un puesto de frutas. En medio de varios ciclomotores y
bicicletas que se esquivan mutuamente aparece un peatón que cruza en perpendicular y
milagrosamente no lo atropellan. Y esto no es un momento particularmente
intenso, es así a cada instante. Apenas hay pasos para peatones, y donde los
hay no existe ninguna seguridad de que los vehículos se detengan. Aún así,
apenas hay accidentes.
Me dejo llevar por una de las
calles de la medina, contagiado por el bullicio y las prisas de los marrachíes,
y al doblar una esquina topo de frente con un grupo de turistas, sentados en el
suelo, pintando sobre un lienzo un rincón típico de Marrakech. No recuerdo con
qué material pintaban, posiblemente con lápices y pastel, pues no utilizaban
caballetes. Sí recuerdo que en estos dos días no he visto a nadie pintar en la
calle en una ciudad muy frecuentada por bohemios y artistas. De repente me los
encuentro a todos juntos, pintando el mismo rincón de la medina, apretujados en
una esquina de mucho tránsito, evitando ser arrollados por los viandantes,
bicis, motos, carretas y coches que a esa hora inundan las estrechas calles de
la medina. Curiosamente ellos, que se afanan en pintar un rincón pintoresco de
Marrakech, son lo genuinamente pintoresco del momento, y los marrachíes de paso
se detienen unos segundos para ver qué pintan esos guiris de piel rosada, que
de cuando en cuando se untan crema solar para no quemarse.
NIÑOS JUGANDO.

Después de volver a Málaga y releer lo escrito,me doy cuenta de que las imágenes,
además de mostrar lo que sentí,
muestran también lo que cambió en
mí
durante esos días en Marrakech.
Y quiero agradecer:
a Ismael su cariño y su delicioso
tajine,a Pepa su sinceridad y su cuadro de Frida Kahlo,
y a V., porque sin su ausencia
este viaje
no hubiese sido el mismo.
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